domingo, 14 de octubre de 2007

séptimo

7º Asintió sin salir de su aparente estupefacción y comenzó una clase de sintaxis, en la que a mí me dio la impresión que estaba nerviosa, porque no dejaba de mirarme y lo sé porque no tomé apuntes, preferí atender a sus explicaciones y comprobar si era cierto que tenía unas nalgas de envidia. Tendría treinta y pocos, conservaba un físico a caballo entre el de una adolescente y el de una mujer joven, labios carnosos, nariz respingona, los ojos muy grandes, pero con la mirada demasiado altiva, casi desagradable, de “creída”, sabedora de que el cincuenta por ciento del instituto la observaba, el masculino y supongo que parte del femenino, los pechos sobradamente turgentes para su edad, cosa que me sorprendió, ya que el dibujo de unos abundantes pezones en su ajustada camiseta de hilo, me decía que no llevaba sostén, como si quisiera mostrar que aún no le era imprescindible, (con los años he aprendido que las clínicas de cirugía estética obran milagros en lo que a esto se refiere, aunque no tengo datos para saber si ese era su caso o era una afortunado capricho de la naturaleza). Pero lo que realmente la hacía tan atractiva como mis amigos “pijos” me decían era que sobre unas bien moldeadas aunque algo cortas piernas, reposaban unas nalgas con una precisión en la flacidez, que hacía que cimbrearan deliciosamente al ritmo en que ella escribía sobre una enorme pizarra que ocupaba todo el frontal de la clase. De ahí que los cincuenta minutos de clase se fueran con una velocidad inusitada, en el deleite de la contemplación del mencionado cimbreo. Por lo demás, la clase hubiera resultado extremadamente tediosa por lo redundante, ya que la sintaxis que impartió, la habíamos estudiado cientos de veces en la asignatura de Lengua Castellana, que siempre se me había dado bien, pero había cobrado más interés para mí desde tres años antes, cuando llegamos a vivir a Catalunya, por una especie de pseudonacionalismo centralista que tenía, aunque ahora ni yo mismo lo entienda.

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